Descanse en paz.
La caza con galgos, por Miguel Delibes.
"La caza de liebre con galgos es, con la caza de altanería, la única caza activa que no precisa el concurso de armas de fuego. Ambas son cazas incruentas en las que, antes que los recursos del hombre, se someten a prueba los de dos animales: el predador y su presunta víctima. De aquí el carácter natural del duelo «la vida de la Naturaleza se rige por estas normas» y la belleza del lance. De ordinario, el hombre, cuando caza, se sirve de ardides que merman o inutilizan las defensas de la pieza, pero en la caza con galgos únicamente actúa de espectador. Aquí, como en la altanería, lo que se enfrenta es un animal a otro, un instinto ofensivo a otro defensivo. Lo propio de la liebre es correr. La constitución del galgo le impulsa, asimismo a la carrera. La espectacularidad de la pugna deriva entonces de la serie de estratagemas que ambos ponen en juego, el uno para prender, la otra para evitar ser prendida. El galgo es animal desmañado, bobalicón, no sabe por donde le da el aire. Por sí solo es incapaz de detectar la liebre; es el lebrero quien, desde lo alto de su estatura o desde una caballería, la descubre en la cama y se la canta. De esta forma, el atractivo del lance empieza y termina con la carrera. En términos generales, puede afirmarse que la resistencia física del perro es mayor, por lo que en una carrera sin accidentes terminaría por hacerse con la presa. La liebre, no obstante, es más ágil y avisada, y en plena fuga busca con la mirada el obstáculo donde pueda dar al can el esquinazo. Por eso el galgo desea espacio por delante y la liebre, perdederos. Esto no es óbice para que, en ocasiones un matacán resistente acabe reventando a un lebrel de raza (yo lo he visto con mis propios ojos) o un galgo ingenioso y rápido enganchando a la liebre en plena espesura. Este duelo, bello en sí, resulta aún más vistoso por los recursos imprevisibles que ambos protagonistas pueden habilitar en cualquier momento.
Pero ahora parece que la presión de las escopetas, al menos en ciertas zonas de la meseta alta, está reduciendo la población lebrera y los galgueros se lamentan de que apenas quedan terrenos para ejercitar su deporte favorito. Realmente la liebre tiene mal porvenir frente a la escopeta. En las vastas llanuras de campos, la liebre confía su defensa al mimetismo y la inmovilidad. La liebre encamada en un surco deja que el cazador pase sobre ella sin saltar. Pero esta actitud, que el animal pone en práctica repetidas veces, se quiebra un día bien porque el cazador la descubre, bien porque el perro coge su rastro y la levanta. Entonces, en el 99 por 100 de los casos, la liebre, animal de carrera lineal y mucho bulto, sucumbe irremisiblemente al disparo. Y si esto es así y las escopetas son más cada día es obvio que la especie va a pasarlo muy mal si las altas esferas no dictan alguna medida protectora. Pero ¿qué medidas de protección cabe dispensarle a la liebre a estas alturas? Hay una muy discreta y sencilla que deriva de lo que llevamos dicho, a saber: destinar unas hectáreas de cada coto a la caza con galgos, prohibiendo la entrada en ellas de la escopeta o reduciendo a la volatería »bajo sanciones dinetarias que duelan» la actividad de aquélla. En Castilla existen términos municipales en los que espontáneamente se han puesto de acuerdo lebreros y escopeteros para que ambas aficiones, como ahora se dice, cohabiten, esto es, donde la medida que propongo ya está vigente. Pero hay otros en los que la insaciabilidad de los escopeteros, y su mayor número, se imponen a las expectativas del cazador de lebrel. Y es precisamente en estas zonas donde la supervivencia de la liebre corre peligro. Imponer como obligatoria la medida apuntada no solo sería eficaz para conservar la liebre, sino para conservar uno de los procedimientos de caza más antiguos y deportivos «más celtibéricos», el único, con la altanería, en que el ardid o la escopeta no imponen su ley".
"La caza de liebre con galgos es, con la caza de altanería, la única caza activa que no precisa el concurso de armas de fuego. Ambas son cazas incruentas en las que, antes que los recursos del hombre, se someten a prueba los de dos animales: el predador y su presunta víctima. De aquí el carácter natural del duelo «la vida de la Naturaleza se rige por estas normas» y la belleza del lance. De ordinario, el hombre, cuando caza, se sirve de ardides que merman o inutilizan las defensas de la pieza, pero en la caza con galgos únicamente actúa de espectador. Aquí, como en la altanería, lo que se enfrenta es un animal a otro, un instinto ofensivo a otro defensivo. Lo propio de la liebre es correr. La constitución del galgo le impulsa, asimismo a la carrera. La espectacularidad de la pugna deriva entonces de la serie de estratagemas que ambos ponen en juego, el uno para prender, la otra para evitar ser prendida. El galgo es animal desmañado, bobalicón, no sabe por donde le da el aire. Por sí solo es incapaz de detectar la liebre; es el lebrero quien, desde lo alto de su estatura o desde una caballería, la descubre en la cama y se la canta. De esta forma, el atractivo del lance empieza y termina con la carrera. En términos generales, puede afirmarse que la resistencia física del perro es mayor, por lo que en una carrera sin accidentes terminaría por hacerse con la presa. La liebre, no obstante, es más ágil y avisada, y en plena fuga busca con la mirada el obstáculo donde pueda dar al can el esquinazo. Por eso el galgo desea espacio por delante y la liebre, perdederos. Esto no es óbice para que, en ocasiones un matacán resistente acabe reventando a un lebrel de raza (yo lo he visto con mis propios ojos) o un galgo ingenioso y rápido enganchando a la liebre en plena espesura. Este duelo, bello en sí, resulta aún más vistoso por los recursos imprevisibles que ambos protagonistas pueden habilitar en cualquier momento.
Pero ahora parece que la presión de las escopetas, al menos en ciertas zonas de la meseta alta, está reduciendo la población lebrera y los galgueros se lamentan de que apenas quedan terrenos para ejercitar su deporte favorito. Realmente la liebre tiene mal porvenir frente a la escopeta. En las vastas llanuras de campos, la liebre confía su defensa al mimetismo y la inmovilidad. La liebre encamada en un surco deja que el cazador pase sobre ella sin saltar. Pero esta actitud, que el animal pone en práctica repetidas veces, se quiebra un día bien porque el cazador la descubre, bien porque el perro coge su rastro y la levanta. Entonces, en el 99 por 100 de los casos, la liebre, animal de carrera lineal y mucho bulto, sucumbe irremisiblemente al disparo. Y si esto es así y las escopetas son más cada día es obvio que la especie va a pasarlo muy mal si las altas esferas no dictan alguna medida protectora. Pero ¿qué medidas de protección cabe dispensarle a la liebre a estas alturas? Hay una muy discreta y sencilla que deriva de lo que llevamos dicho, a saber: destinar unas hectáreas de cada coto a la caza con galgos, prohibiendo la entrada en ellas de la escopeta o reduciendo a la volatería »bajo sanciones dinetarias que duelan» la actividad de aquélla. En Castilla existen términos municipales en los que espontáneamente se han puesto de acuerdo lebreros y escopeteros para que ambas aficiones, como ahora se dice, cohabiten, esto es, donde la medida que propongo ya está vigente. Pero hay otros en los que la insaciabilidad de los escopeteros, y su mayor número, se imponen a las expectativas del cazador de lebrel. Y es precisamente en estas zonas donde la supervivencia de la liebre corre peligro. Imponer como obligatoria la medida apuntada no solo sería eficaz para conservar la liebre, sino para conservar uno de los procedimientos de caza más antiguos y deportivos «más celtibéricos», el único, con la altanería, en que el ardid o la escopeta no imponen su ley".
Interesante artículo recogido del diario ABC de fecha 23 de abril de 1989 , escrito por el miembro de la Real Academia Española don Miguel Delibes, buen conocedor de esta modalidad deportiva.